Crónica D’A 2020: “Los Páramos” lo que queda del día
Podríamos convenir, sin demasiado esmero, que una de las experiencias más ricas y estimulantes que nos puede ofrecer un festival por mérito propio como es el D’A es la de descubrir nuevas voces. En ese sentido, trazamos nuestro propio recorrido por el catálogo de “Un Impulso Colectivo” para darnos de bruces con “Los Páramos”, el deslumbrante mediometraje que supone el debut de Jaime Puertas, estudiante de la ESCAC. Una elegía fúnebre de corte fantástico sobre el abandono de la España vaciada y las herencias de la vida nómada.
¿De qué va?
El eje de esta fábula es Aurora, una mujer que pasa sus días trabajando en el bosque e inmersa en sus tareas cotidianas. La aparición de una dimensión primitiva, la anunciación del oráculo, las luces de un bar musical, los animales muertos, un incendio y un nuevo guarda forestal harán que Aurora despierte de su letargo invernal.
¿Quién está detrás?
Jaime Puertas, estudiante de dirección de la ESCAC nos brinda el resultado de su trabajo de fin de carrera, una mirada tanto hacia sus orígenes como al misticismo que orbita alrededor de la Puebla de Don Fadrique. Asistimos al baptismo de fuego de una forma de mirar que entronca con algunas de las cuestiones que vienen apareciendo con frecuencia en las últimas obras del llamado "Otro Cine Español", como, por ejemplo, el alegato político al conjunto de problemáticas que conciernen a la España Vaciada.
¿Quién sale?
Además de poblar cada uno de sus enigmáticos rincones, son los mismos habitantes de La Puebla de Don Fadrique, en su mayoría pertenecientes al pueblo gitano, quienes toman la palabra y el espíritu de “Los Páramos”.
¿Qué es?
Una bellísima y alucinada carta de presentación de un cineasta emergente con un espléndido toque de gracia a rebosar de talento. En su destreza resuenan la fuerza de las imágenes del cine de Apichatpong Weerasethakul y el embrujado aparato interpretativo del Pedro Costa de “Caballo Dinero”, “Vitalina Varela” o incluso “En el Cuarto de Vanda”.
¿Qué ofrece?
En “Los Páramos” prevalece, ante todo, un ideario antropológico atravesado por la idea del nomadismo. De partida, toda esta cuestión se hilvana a raíz de un discurso edificado en un vasto repertorio de dualismos formales y narrativos que propician un juego de distintas lecturas y dialécticas abstractas durante los 40 minutos de metraje. Dinámicas eminentemente gestuales que ya hacen acto de presencia en la primera imagen que nos asalta, un dilatado travelling in con la cámara prácticamente pegada al suelo. Grafía que repasa el terreno en el que esta ensoñación va a tener lugar, La Puebla de Don Fadrique, y que a su vez ya apunta a una de sus ideas más prominentes: la forma esencialista de la idiosincrasia nómada, el vivir sin detenerse. Por si esto fuera poco, la secuencia contemplativa se encaja dentro de un marco lumínico de corte crepuscular no exento de simbolismo. Una luz que remite, desde la búsqueda de una belleza puramente atávica, a esa naturaleza ambivalente que impera y que refuerza la idea de que; sí bien la tradición ancestral que envuelve a sus personajes les obliga a deambular por la tierra que les ha sido otorgada, el dispositivo que plantea “Los Páramos” también se compromete a la condena que supone vagar por el tiempo, sin rumbo alguno. De entre algunos de esos dualismos que invoca Jaime Puertas -que ya sugieren los salmos bíblicos en el prefacio de la pieza- sobresale el trabajo con los fundidos, cuyo verso más arrebatador emerge de entre las prolongadas ensortijas de imágenes que atacan al agonizante marido de Aurora. Composiciones que entablan un escalofriante diálogo frontal entre el decreciente pulso vital y la letargia mortífera henchida por una musicalidad castiza proveniente de un bar de pueblo ya carcomido por el tiempo.
Más allá de este trabajo angulado y volviendo a la cuestión terrenal, la mirada a la que apela Puertas quizás suponga, el otro gran eje central del mediometraje. De ahí enhebra el relato político de un pueblo abandonado a su suerte, a merced de los obstáculos sociales de la España vaciada. Deviene una secuencia prodigiosa, en ese sentido, en la que mientras una de las habitantes de La Puebla declama una elegía conmovedora acerca de las herencias terrenales entra en juego, paulatinamente, una disolución hacia lo fantasmagórico -de nuevo apuntando a un cierto dualismo- que retrata el alma verdadera de la problemática demográfica.
Por consiguiente, Jaime Puertas nos otorga una visión privilegiada, a medio camino entre el realismo y la imagen fantástica -reverbera el claroscuro de Pedro Costa-, subyugando a la cámara a las esquinas de cualquiera de los contados lugares por los que transita Aurora. Esta decisión se achaca precisamente a la lógica del retrato de la marginalidad que confeccionan Tsai Ming-Liang y el ya mencionado Costa. Una mirada cómplice y militante hacia los habitantes que halla su espacio en planos distendidos de una delicadeza corpórea aplastante que concurren soberanos, para hacer notar el espesor del paso del tiempo en su máxima plenitud.
A la postre, esta inenarrable -por extensión- y dignificante propuesta hacia un colectivo presa de la estigmatización racial generalizada -que por supuesto conlleva a un abandono institucional intrínseco- posee un último hallazgo o conversación de lo más estimulante. Jugando a una deformación morfológica del clásico plano-contraplano, Aurora se enfrentará a la invocación de un modus vivendi extinto encarnado por un animal muy vinculado, alegóricamente, a la nobleza del trabajo en el campo. En última instancia, “Los Páramos” resulta una ópera prima desbordante -y plural, tal y como hacen referencia los inusuales títulos de apertura- de una lindeza descomunal cuyo principal activo es la ingente voluntad de su autor, que en ningún momento cesa de espolearnos. El deslumbrante trabajo de un cineasta que vuelve a su tierra olvidada para evocar las ausencias y presencias que se ocultan tras una liturgia moribunda que va desfalleciendo a pasos agigantados.