"Camino Incierto" ojalá todo sea una metáfora
Programada como una de las sesiones especiales de esta edición online del festival L'Alternativa, el nuevo film de Pablo García Pérez de Lara está llamado a acaparar todas las miradas del certamen barcelonés. A raíz de un imaginario cinéfilo propio, el cineasta explora sus lazos familiares para analizar un tumultuoso presente. A continuación os contamos, a través de dos elogiosos textos, los entresijos de "Camino Incierto". Disponible en Filmin en el marco de L'Alternativa a partir del 17 de noviembre.
¿De qué va?
Apichatpong Weerasethakul, Pedro Costa, Manoel de Oliveira, Luís Miñarro y el propio director, con sus miradas diversas, en este "Camino Incierto" deambulan por ese umbral en el que se entrelazan vida y cine.
¿Quién está detrás?
Afrontando, como habitante y cineasta, la crisis de identidad que inunda Europa, Pablo García Pérez de Lara echa la vista atrás en busca de luces esperanzadoras y admira como su hija, Alicia, con 4 años, contempla feliz las nubes de un lugar de La Mancha de cuyo nombre sí quieren acordarse.
¿Qué se ha dicho?
1. Camino incierto: ojalá todo sea una metáfora, de Carlos Skliar (autor argentino de "No tienen prisa las palabras", "Hablar con desconocidos", "Escribir tan solos", "La inútil lectura" o "Como un tren sobre el abismo")
Nuestra imagen del mundo depende de todo aquello que pongamos en él, que reconozcamos como bueno, verdadero, justo y bello; aquello que deseamos forme parte de nuestras vidas y de las demás, y que no nos deja claudicar pese a la muerte y el largo ejército de sus acólitos.
Esta imagen depende también de un cierto modo de recelo y de la obstinación con la que evitamos que el mundo se vuelva pequeño, estrecho, incómodo y, sobre todo, que pueda destruirse a sí mismo en su extraño afán de aceleración, lucro, violencia, mezquindad.
Lo que cabe en el mundo, en nuestro mundo, se relaciona con un ejercicio de generosidad, de ofrecimiento. Como si se tratara de una extensa elaboración y reelaboración de un banquete para propios y extraños, una invitación que celebra en comunidad la posibilidad de apreciar las luces sin disimular las sombras que muestran los contornos, los finales, los precipicios.
Las obras de arte son en sí mismas imágenes, textos, movimientos del mundo o, para mejor decir, el modo en que se decide cierta presentación de un mundo en que fue posible vivir, un mundo presente en el presente y el mundo que vendrá, si es que vendrá. No se trata de contenidos, de temas, de tópicos, de objetos, sino de la hondura, la rugosidad y la porosidad con lo que se presenta ante los demás los universos particulares que, quién sabe, podrán pasar a formar parte del universo general y teñir de otro modo la apreciación por la vida y su devenir.
En el mundo de Camino incierto de Pablo García de Pérez de Lara hay una brisa que mueve los árboles, caminos que conducen hacia los altibajos del terraplén, esos instantes en que la animalidad de lo humano y la humanidad de lo animal se entremezclan, se confunden y parecen comprenderse. Allí, las ramas de los árboles delgados se desperezan y lo que se ve más allá toma la forma de un relato borroso, un horizonte delante y detrás quizá imaginable, los colores difuminados a través de una extensión de tierra irregular, que sería cualquier tierra a no ser porque algo, alguien, la habita.
Hay un hombre que debe desocupar su propio espacio y que pasa horas delante de un ventanal que ya no será el suyo, musitando penas y recuerdos, deseando que la palmera extranjera del jardín, su sequedad y su rebrote, traben la batalla final sobre el sentido o sinsentido de la vida. Hay una abuela que juega a ser abuela, y que incluso en su proverbial ficción pregunta con todo interés por el devenir de sus seres queridos. Hay un padre y una madre que acompañan las encrucijadas de la memoria y del destino, que no abandonan la conversación y que no callan las dificultades ni desprecian los desencantos. Hay, también, un hombre que labora la tierra desde tiempos inmemoriales, un gato que descubre las propiedades del agua y unos perros que se echan para no fingir.
La historia que aquí se cuenta -y en la que desde hace décadas yo también me encuentro y me reencuentro en complicidad con su director-, es la de la conciliación y la reconciliación con ciertos fragmentos del mundo que valen la pena sostener, hacer durar y ofrecer; una forma de cuidar y de cuidarse, una poética de la imagen que llama la atención, sin estridencias ni fuegos de artificios, sobre algunos retazos de la vida, gestos, paisajes, acciones, tonalidades y musicalidades, que de otro modo quedarían a la deriva, pisados por el frenesí de la carrera hacia ninguna parte, o negados en su existencia literal.
Una porción de mundo es el mundo, sobre todo cuando el narrador que la construye no se mira únicamente las puntas de los pies, sino que alza su vista para sobrevolar un poco más allá y va creando espejos de tiempo y espejismos de lugares que amplían los fragmentos -en apariencia minúsculos- hasta convertirlos en un registro de una vida que merece contarse en todas las direcciones, con un lenguaje justo, allí donde las palabras no sobran ni se las echa de menos, y con imágenes que al modo de una lenta araña van construyendo el tejido visual y sonora de una historia personal que, poco a poco, se hace colectiva.
En esa porción del mundo caben todos los tiempos, aquellos que parecen que se han ido irremediablemente, los que laten en un presente que insiste con su crudeza realística, y los que asoman con timidez hacia el porvenir, alegrándose por todo aquello que todavía no se ha dicho ni visto ni escuchado ni pensado. Y el tiempo se entrega con docilidad a la superposición de experiencias, juega con ella, se mueve hacia los lados para retratar a los pobladores de la vida de Pablo García Pérez de Lara, habitantes que él sostiene con su cámara, para no contribuir al desmoronamiento de la memoria, al vértigo de la vida hacia delante, a la ficción de que la vida es cuestión de la propia autoría.
Hay aquí una retrospectiva de la cinematografía de Pablo, sí, de aquellas piezas de orfebre con las que disfruté y todavía disfruto como un espectador embriagado, que muestran su peculiar modo de hacer infancia con el cine y con los demás, esa celebración de los instantes que no se marchitan con la edad, esos rostros que todavía muestran con desnudez su perplejidad y fragilidad, esa centralidad del amor no banal ni voraz, esa cadencia que irrumpe en la época como un elogio y rebeldía para hacernos recordar lo que el mundo, cierto mundo, parece haber olvidado o ignorado o desechado o abandonado definitivamente: la demora, la lentitud, la pereza, la lectura, la tarea en la tierra, la conversación, el desapego por la novedad irritante, los vínculos no utilitarios con el mundo, la gravedad del silencio, la memoria, los paseos, las horas dedicadas a que la luz y el sonido abran paso a un detalle nimio, la confesión, el murmullo que también cuenta sus historias.
Pero también hay, en ese recuento puntual, otra narración que se ofrece: la de cierto cine que también padece del descuido y del maltrato de un tiempo que no hace más que inventar artificios brillosos y superfluos y que en soledad intenta no claudicar a las crisis mezquinas del capital y la mercancía. Como si se intentara dar a ver el deseo de un cine que aun no ha muerto con el simple gesto de abrir los ojos y la cámara en un tributo de una filmación dentro de una filmación, como si nunca fuera demasiado tarde para insistir con una necesidad que trasciende lo efímero, como si cine y la vida tuvieran un parentesco o una unidad.
Cuando el presente duele, cuando el presente es aciago y convoca todas sus sombras, el pasado sabiamente trae la ternura de los recuerdos que transforman el dolor, sin disimularlo, sin engañarlo, añadiendo matices que hacen de las penurias y las amarguras, al menos, una suerte de melancolía a partir de la cual es posible sentir, decir, pensar, contar.
Y si algo debe terminar, que sea en el comienzo: allí donde el camino tiene una vista atrás y otra vista hacia los lados; allí donde otros tomarán su propio rumbo y sabrán con qué mundo se quedarán y cuál mundo harán. Ese Camino incierto que, como el de Pablo, reniega de los atajos bendecidos por el exceso de luz, duda de los senderos rectos, sabe que la existencia humana está hecha de laberintos, invita a transitarlos juntos, como si no hubiera nada mejor que hacer. Que, de verdad lo digo, no lo hay.
2. Sergi Dies (montador, entre otras, de películas como Monos como Becky y De nens de Joaquín Jordà, Familystrip de Luis Miñarro o Entre dos aguas de Isaki Lacuesta...)
Entro en un cine. Al fondo, la pantalla ilumina los sueños de la gente. Uno se aísla en héroe unos minutos.
José María Fonollosa, fragmento del poema #8 de “Destrucción de la mañana”.
En un lugar de la mancha de cuyo nombre puedo acordarme gracias a la primera película de Pablo García Pérez de Lara, rodada en los veranos del 96 y 97 del siglo pasado, termina rodando de nuevo Pablo más de veinte años después para su última película, “Camino Incierto”, por estrenar este año 2020. Me refiero a Fuente Álamo, el pueblo, el de Albacete; “Fuente Álamo, la caricia del tiempo” es la película, estrenada el año 2001.
Me conmovió la muy grata sorpresa de recibir hace unos meses un mail de Pablo proponiéndome visionar “Camino Incierto” y compartir mi opinión con él. Me conmovió la natural confianza con la que retomó contacto tantos años después de nuestro último encuentro. La película me conmovió aún más. Reconocerle en film: idéntica mirada, idéntica curiosidad y respeto, idénticos principios, idéntica la caricia del tiempo… ahora con algunas cicatrices y barba.
Con la película de Pablo me pasó como en ocasiones pasa con alguna gente que tras años de no verte parecen no haber envejecido apenas. Pero eso es solo una sensación, porque si alguna vez habéis cogido fotos de entonces y de ahora, se detecta claramente el paso del tiempo, las cicatrices interiores que diría Garrel, por aludir al cine que más nos gusta.
Nos gusta hablar de principios, siempre desde un extremo respeto, especialmente de los cinematográficos. Nos gusta pensar que esos principios no tienen fin y que el cine como manera de vivir nos une. Hablando por teléfono confirmamos que así es y que, al margen de las siempre felices coincidencias en el camino, nos hemos estado siguiendo en la distancia todos estos años, y eso nos mantiene cerca. Tan cerca que ya ni de cine hablamos prácticamente cuando estuvimos conversando la última vez. Le dedicamos mucho más tiempo a comentar lo poco que nos gusta el teléfono y lo invasiva que nos resulta su presencia desde que incorpora pantallas y accesos a internet. Pantalla es una palabra que nosotros aún vinculamos más al cine que al teléfono, y nos la están robando. La pantallitis de la que se habla hoy nada tiene que ver con la cinefilia. En un momento de “Camino Incierto” Lluís Miñarro sentencia, “hacemos películas para cines apagados”. Resuena como un quejío de los que estremecen, como el buen flamenco, alegrando la pena hecha arte y fuerza, pero es pena.
Me hizo mucha gracia como Pablo, con el temple que le caracteriza, me justificó su poco uso del “diabólico y controlador aparato” (por ahí andaba nuestra conversación telefónica…): “Yo apenas lo llevo encima, lo utilizo más como un fijo, no quiero que mi hija crezca viendo a su padre todo el día mirando al teléfono”. Me parece muy bien la pedagogía del gesto, me gusta pensar que la comparto, predicar con el ejemplo, pero me hizo gracia. Su hija no verá a su padre todo el día enganchado al teléfono. Su hija crecerá viendo a su padre todo el día mirando a través de una cámara y montando y viendo pelis. Mucha gente opinará que un teléfono o una cámara o un ordenador, tanto monta monta tanto. Pero yo estoy con Pablo, el cine me parece más sano y pedagógico: el cine es cultura. Y el cine es oficio. La hija de Pablo no tiene ante sí a un padre empantallado, como quien dice empantanado, con el teléfono. Lo que ve la hija de Pablo es a su padre trabajando. Desde luego que me hizo gracia pero, más allá del tiempo o la distancia, esas cosas nos unen.
“Camino Incierto” arranca como un retrato de Lluís Miñarro en el momento en el que se ve en situación de tener que cerrar Eddie Saeta. Fue esta productora, y el propio Lluís, quien dio el apoyo final y desatascó el estreno y posteriores vuelos de “Fuente Álamo, la caricia del tiempo”. Y fue precisamente él quien nos puso en contacto por primera vez, a Pablo y a mi, proponiéndome montar el trailer. Debíamos rondar por el año 2000 o 2001, efervescentes tiempos para el cine documental, cuando Erice parecía iluminarlo todo con “El sol del membrillo” y la precisión de su mirada sobre el detalle reflexionando entorno a la luz y el arte y el tiempo; y cuando Guerín con “En construcción” y Jordá con “Monos como Becky” sentenciaban el entonces nuevo digital como un posible cómplice del cine más que un traidor, reavivando un cinéfilo orgullo por el género documental y por el montaje fílmico como escritura. Consecuente con los tiempos que corrían Pablo apostó en su primera película por filmar un documental pero insistió en rodar en 16mm, con lo que eso implica. Necesitaron dos veranos filmando en el pueblo, la tropa de amigos que formaron la productora Doble Banda, para montar la diégesis de un día.
Cuando vi la película de Pablo, sigo en Fuente Álamo, me dejó estupefacto, pletórico, rebosante de lo que más disfruto cuando disfruto viendo pelis. Me refiero a un tipo de sobrecogimiento al que no puedo atribuir una forma descriptible porque las películas que me generan esta feliz sensación pueden llegar a ser muy muy diferentes formalmente, incluso antitéticas, y beber de muy diversas tradiciones y actitudes y maneras. Me caló hondo la honestidad del retrato, el amor a lo filmado y al cine, la precisión con la que captaron el azaroso discurrir de la vida, la humildad de su planteamiento y la excelente ejecución de la siempre complejísima apariencia de sencillez: un día de verano en un pueblo de Albacete. Hoy tal vez se diría que es el retrato de un pueblo de la España vaciada, u olvidada, pero no. Fuente Álamo no se nos muestra ni vacío ni olvidado, porque resulta que Pablo no buscó un pueblo más o menos pintoresco con personajes más o menos pintorescos con los que construir una más o menos pintoresca historia rural para su primera película. Fuente Álamo, el de Albacete, era el pueblo familiar en el que Pablo pasó todos los veranos de su infancia, y eso quiso retratar. De ahí la fuerte impronta de amor por lo filmado que aflora en cada fotograma de la película que contra viento y marea consiguió levantar por puro amor al cine. Todo eso irradiaban esas pantallas que se pretenden apagar cuando proyectaban “Fuente Álamo, la caricia del tiempo”. Veinte años después, confirmando que veinte años no es nada, al terminar de ver “Camino Incierto”, acabé empapado de esa misma sensación conmovida, empapado de ese mismo amor de Pablo por el cine. Y por Fuente Álamo, Albacete.
“Camino Incierto”, decía, arranca como un retrato de Lluís Miñarro pero a medida que avanza el metraje se torna autorretrato, de Pablo. La estela del cine de Lluís, como productor y como director, da un pie perfecto a Pablo para, tan sutilmente como es habitual en él, entrar en la órbita del cine que le apasiona y poco a poco hacer tender la película a sus lugares íntimos (personales, geográficos y fílmicos). “Hay lugares”, dice Pablo en la película, “que nos hacen. También personas”. Desde ahí retrata a Lluís, desde donde brota su cine, desde lo más cercano e íntimo, como a un compañero de viaje, compañero de vida, compañero de cine. Desde el cierre de la productora de su primera película al cierre de su última película, que es precisamente esta, “Camino Incierto”. Escrito así puede sonar a epitafio pero no, me refiero a lo que el mismo Pablo deja clarísimo en la película cuando dice que se siente muy cómodo “en ese umbral en el que la vida y el cine se (con)funden”. De esa (con)fusión precisamente surge el arco temporal que recorre “Camino Incierto” (¿o debiera decir arco poético?), ese camino andado por Pablo desde sus primeros pasos en el cine hasta el día de hoy.
No hay duda de que ya está acumulando metraje para un siguiente proyecto, no necesito consultarle el dato, pero esos planos los veremos en su próxima película. En un momento de “Camino Incierto”, plagado de perlas citables por cierto, Lluís Miñarro vuelve al set que tiene armado Pablo para entrevistarle después de alguna imprevista reunión o llamada de teléfono, y se disculpa “porque al final has perdido un montón de tiempo aquí”, a lo que Pablo responde con su característica tranquilidad, “bueno, he estado grabando. He subido a la terraza y todo”. Y ahí está todo. Pablo, con su siempre humilde gesto, es de esos tipos que tienen muy claro que no esperan, él filma, desde ese umbral en el que la vida y el cine se (con)funden. Y monta, como quien escribe.
Y por favor no se me malinterprete, que no se entienda, cuando digo que el retrato de Lluís Miñarro se torna autorretrato de Pablo, que esto es en detrimento del retrato de Lluís. En el proceder de Pablo son intrínsecas la sutileza y el respeto. Yendo a la zaga de Lluís, Pablo aprovecha para revisitar como propias las inquietudes comunes, y de ahí a los lugares y gentes que en el hacer de Pablo son el cine. Pablo en su cine consigue trascender las gentes y lugares que retrata, sin menoscabar su retrato, para ahondar en un continuo y latente metadiscurso cinematográfico.
Quizá lo que más me impresiona tras el visionado de “Camino Incierto” es constatar la profunda honestidad y la valiente transparencia con la que Pablo sigue enfrentándose al oficio del cine de idéntica manera, trabajando como poca gente los mismos conceptos, lugares, personas, y con frecuencia hasta planos; impregnando su cine de invisibles velos temporales que devienen contundentemente interpretables y modifican, madurando, el discurso. Me vienen a la cabeza grandes, grandísimos de la poesía, como Josep Maria Fonollosa o Antonio Gamoneda, tan activos toda la vida en su propia reescritura, conscientes de que el trabajo continuado sobre los mismos versos, lejos de responder a la indecisa tachadura o a una escritura inacabada, devienen una escritura más viva que no necesariamente anula el verso previo sino que lo libera y agranda abriéndolo a la evolución, al crecimiento, al eterno devenir que es esencia del tiempo y la vida. Así, impregnado de tiempo y de vida y de cine, empapado y encantado, me ha dejado esta última película de Pablo que inevitablemente me ha llevado de vuelta a la primera, que no he podido evitar volver a ver. Y recomiendo hacerlo, revisitar “Fuente Álamo, la caricia del tiempo” tras el visionado de “Camino Incierto”, o quizá en orden inverso, diría que no es determinante. Lo destacable es como la superposición y la reescritura hacen aflorar la libre y personal reflexión entorno al tiempo y el cine.